Memoria perdida

Lo incondicional nunca tiene precio, pero sin embargo ha adquirido la horrorosa capacidad de evaporarse como el éter o cualquier otro ente incorpóreo.
Siempre pensé que al menos el honor quedaba, la necesidad de honrar a la honra o algo así, que habíamos guardado el tesoro del amor propio que nos había brindado el pasado. Claro está que en mi inocencia yacía el fallo garrafal.

He de confesar que esta falta de elocuencia al evolucionar me ha dejado un amargo sabor en los labios, que no consigo borrarlo ni con la más dulce de las mieles que uno pueda catar. Y lo peor es que nadie lo ve, más que nada por el afán absurdo de negar lo evidente ante los ojos del interlocutor y vaya usted a saber qué más: todos juran el amor eterno, la fiel amistad inmortal, la que sale del corazón y no de un pensamiento calibrado. Y es entonces, como el que se encuentra con un giro en la trama de esa novela que le quita el sueño, que tornamos alguna de esas esquinas de la vida y vemos al bufón cobarde haciendo las veces de asesino canalla.

Es por esto, que hace mucho me juré toda la incondicionalidad a mí misma, con todas sus consecuencias, porque si algún día me traiciono, al menos tendré un perdón benevolente.

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