23.

En estas horas sombrías
entre el alba y mi muerte,
coloco las rosas
empapadas de tu ser
en este tendedero viejo
de lamentos y perdones.

He venido pues
a este cementerio oscuro,
sombrío y maloliente,
a llorar tus penas
y alabar tus encantos,
tus ojos de miel,
tus clamores al cielo.

Siento la inmensa suerte
de postrarme en tu tumba,
que está vacía,
que no te añora,
que no te vela,
que no te asombra;
para llorar
de pena o alegría,
o ambas a la vez,
por tu vida eterna,
por una luz lejana perdida.

Veo que te vas
vagando en este bosque,
hacia los páramos de mi presencia
donde ya no llegas,
donde no te escondes,
donde no me tocas
ni me sonries
de manera descarada,
con aires de locura
y placeres tentadores.

Veo que te asomas
por la ventana del mañana,
prometedor de otra estacada,
de las olas de tu olor,
de un beso imaginario,
o de todo a la vez.
Veo que te dejas
llevar por mis ojos cautivo,
por la corriente de mis océanos,
por las luces de mi voz.

Veo ir tu miedo
al que no alcanzas,
al que ya no quieres
ni necesitas
ni echarás de menos.
Veo tu miedo saltar por la ventana,
caer en picado hacia su asesino,
tu amor ciego,
deborador gozoso.

Siento tu aliento
en mi cuello
envenenado de deseo,
y lo tiento,
lo busco,
lo intento
y no lo encuentro.
Siento tus manos
aquí y allá,
donde no andan pero desean,
donde pasean tímidamente,
donde se prohibe, juega;
donde deja, aprovechadas.
Siento tu calor,
ferviente,
elocuente,
necesitado de lujuria,
de incompasión.

Y de pronto
eran las sábanas tu calor,
y mi pelo tus manos,
y el sudor tu aliento,
los que me susurraban
más allá de un sueño
el deseo más profundo.
Y de pronto
eran esas escaleras
de terciopelo rojo,
de oro envejecido,
de luz celestial,
donde me tendías
con un beso apasionado.

Y fue de pronto cuando recaí,
que ni tú eras tú,
ni yo era yo,
ni el diablo me quería,
ni los sueños se cumplían.

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