El rojo a medianoche

Cruzamos el pasillo sin mediar palabra, sólo con una sonrisa que me guiaba al desenfreno o al olvido o a todo a la vez.
Susurraba a mi ser canciones prohibidas entre las velas que se alternaban aquí y allá y se estremecían a nuestro paso, sabiendo que el calor esta noche no lo ponían ellas ni el mismisimo diablo, porque ya estabamos nosotros para tentarnos el uno al otro.
La luz ténue dibujaba mi fugura en el vaho del agua caliente que ya llenaba la bañera y me llamaba lentamente a sumergirme allí por un tiempo indeterminado. La música jugaba con mis oidos suave, cadente, con un violín que sería poco ritmo pasado el rato, pero nos daba igual.
No importaba la gente, ni los matices, ni el pelo alborotado ni el sofocante calor que me envolvía.
No importaba ya que me volviera a abrazar por la espalda, me acariciara con manos suaves y cayeran como plomos las mangas de la camisa al suelo impertérrito.
No importaba el ansia ni la sangre, ni su mirada que se había tornado en predadora de mi cuerpo.
Mojaron poco a poco cada partícula de mi cuerpo aquellas burbujas y el agua perfumada, y se apoderó de mi alguna diosa perdida para darme fuerzas, quitarme la vergüenza y dejarme enjabonar pausadamente disfrutando del hecho de que sus manos no tuvieran barreras sobre mi espalda.
Rozaba cada milímetro aún por conocer con la sensibilidad innata que le recorría, porque era su único objetivo el calentar la llama con sutileza, desesperarme en la espera de algo más.
Se me aceleró la respiración cuando decidió girarme y sentarme en sus piernas, para verme de frente y ver mis mejillas encendidas y mi cuerpo gritando guerra. La guerra estaba a punto de comenzar.
Saltaron entonces un ejército de sensaciones al encuentro de unos labios que ya eran mios, o suyos o de los dos; al encuentro del encuentro más pasional que habíamos vivido jamás.
Osó adentrarse en mi cuerpo lentamente reteniéndose a sí mismo, aunque el control ya estaba perdido y se sucedió la batalla de mis manos en su pecho y las suyas contra mi ser que ya no era de este mundo.
Caí rendida ante mi adversario con la seguridad de haber peleado bien una victoria de ambos.
Fue entonces cuando su mirada pícara me anunció que aquello sólo era una pequeña trifulca dentro de la guerra que íbamos a librar cada mañana en su cama.

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