Espectador inusual

Claras luces sobrevuelan las murallas de los nombres que me asolan impotentes o inherentes.
Ya no caben más miradas ni más excusas en un bosque vacío que llenamos de palabras que se vaciaban conforme eran pronunciadas. No cabe amor en este desasosiego que me come ni valor para una luca sin cuartel contra tus espadas de aleación barata, para dar jaque a un rey que se protege sin demora con la vida de otros que poco le importan. No cabe nada en nuestro sueño, más que pasar a otro. No cabe quedarnos en este punto y aparte de nuestro capítulo favorito de la vida que se lleva las entrañas de una ciudad que no descansa o que, sin mayor sentido, descansa demasiado, acecha a sus cautivos esperando una hora fugaz en la lejanía.

Si se hace noche, cambia el reloj de arena que nos cuenta que se nos escapa el tiempo entre los dedos, se vuelve oscuro y negro a la luz de una luna que no llora más que verdades a voces en otro mundo u otro espacio que nadie quiere ni visita a excepción de los despojos de mi cuerpo y de mis aludes.
Nos cubre entonces un firmamento calmado y angelical, callado y justiciero que te repite en eco tus peores pensamientos, que se disfraza de mi reflejo y actúa en el escenario de mis pesadillas como un demonio tentador que me tiende la mano hacia las manzanas prohibidas que no quiero ni deseo, pero que intento que aviven algo que ya llevaba muerto mucho tiempo.

Con un nuevo amanecer se despierta el perro guardián de la torre, se pone en alerta y releva al centauro que me guarda de noche, leal a sus palabras de no venderme a cualquier postor, aunque a veces lo haga al mejor. Mi cervero es diferente, es impasible con cualquiera, y en ellos me incluye a mi y me encierra durante el día en un castillo en ruinas al que quiso llamar cuerpo con la excusa de hacerme más fuerte.

Qué pena que con todas mis memorias sólo jueguen ellos y que el espectador cada noche sea yo.

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