A medianoche
Dejé inconclusas todas las notas de aquella tarde de lluvia y hastío por
las penas de no poder olvidar el amor que se hallaba lejos en los brazos de un
dios temporal y pasajero, como las brisas del desierto que no cesan. Me atreví
en un susurro a atravesar el pasillo largo y complicado que articulaba nuestra
casa, aquel pasillo que temía desde que tenía uso de razón y el cual era
testigo de la velocidad de mi pasmo. Al atravesarlo, la puerta entreabierta me
dio la calma con el atisbo de una silueta que se alzaba y decrecía lentamente
por la respiración pausada. Todo Tom era paz mientras que yo era un caos de
ideas y sentires que hasta a mi me costaba descifrar, y aquella imagen de
sosiego lo dejaba claro ante mi preocupación absurda.
Volví a tientas,
para no despertarle con luces inoportunas, aunque era bien conocido que ni mil
elefantes indios despertarían a Tom aquella noche de sueños en los que los
campos que jamás había conocido, se hacían realidad. Me acomodé en mi sofá, ese
estilizado y con unas enormes orejeras que no habían sentido mi cabeza pesada
por el sueño nunca, que estaba en la esquina de nuestra biblioteca como quien
deja un trapo en cualquier rincón de la casa por error. Yo lo odiaba bastante
al principio, pero con el tiempo se convirtió en el compañero fiel, de
terciopelo rojo, de mis noches en vela.
El cuervo del
reloj de pared me miró descarado, como el de Poe sobre el vano de la puerta,
pero ignoré su persistente paseo por mi rostro para intentar sumergirme de
nuevo en alguno de los libros de la biblioteca de nuestra casa, llena de obras
que yo había desgastado con los años y que Tom apenas miraba (creo que por el
miedo a que sus sueños ya no fuesen tan bellos).
Un golpe sordo y firme llegó a
mí, queriendo imponer su presencia en mi relativa calma para llenarla de
incógnitas que no sabía si quería despejar. Decidí ignorarlo y concentrarme de
nuevo en los versos de Baudelaire. Otro golpe. Resonaban en mi cabeza las
palabras de mi maestro “La tranquilidad
es un mero puente entre dos mundos de caos” solía decir cuando me veía tan
taimada a ratos, sabiendo que poco después sería presa del pánico o de un miedo
atroz que poco podría rebajar.
Decidí aprovechar
mi posición de ventaja para asomarme al cristal de la ventana, que se empañó de
inmediato con el calor de mis labios y el frio del crudo mes de Enero
británico. Antes de ver la puerta, vi el cielo, que milagrosamente se había
despejado un tiempo, y supongo que tomé eso como una señal divina, o
simplemente le di a mi curiosidad las llaves de su libertad. Fuera como fuese,
anduve lentamente hacia el rellano con pies de plomo después de haber visto una
silueta que nada me decía desde las alturas.
En la puerta, inmóvil como
estatua de piedra, se hallaba un personaje particularmente cobijado del frío
con una gabardina beige, abotonada hasta arriba, pero que dejaban ver un traje
de tweed verde oscuro que hacía juego con sus ojos, y que estaba cuidadosamente
colocado sobre una camisa de seda y un pañuelo rojo sangre. Me recordó a un
dandi, a un Don Juan moderno que se había atrevido a aparecer por mi morada a
altas horas de la madrugada, con el porte de quien se ha levantado temprano
después de un descanso reparador. Mi silencio no le molestaba, tampoco mi
mirada que paseaba de aquí para allá, deteniéndose en los detalles que me
parecían más recalcables, obviando todo aquello que me parecía insignificante
para una personalidad que gritaba a los cuatro vientos que era diferente y que
no iba a cambiarla por nada del mundo.
Noté que sus ojos
se paseaban lentamente por mi rostro, por la melena alborotada, por el medallón
que colgaba sobre la camisa, por mis manos y por mis pies descalzos. Y cuando
se creyó satisfecho, dejó que mis preguntas se respondiesen solas con el mero
hecho de dejarme seguir allí plantada en la puerta, y con él pasando frío al
otro lado del umbral.
Y entonces recaí,
que quizás esperaba a que lo invitase a entrar, no como acto de cortesía, sino
como necesidad. Y debió ver el pánico en mis ojos, o algo le hizo que se
hartara de aquel gélido aire, que pasó sin más y cerró la puerta para que yo
dejara de tiritar. Y entonces hizo algo que no creía capaz de hacerme sentir
bien: me abrazó. Duramente recordaba la última vez (que creo inexistente) que
un abrazo dejaba de ser algo ajeno para ser algo de dos. El calor me empezó a
inundar con dulzura primero, con vigor después; sus manos pasearon por mi
espalda lentamente, como un ciego que estudia el rostro de alguien desconocido,
y se acostumbró a ciertas zonas en las que simplemente hacía círculos o me
atraía hacia sí con más presión. Fue en ese momento que dejé de contener el
aliento, acto inconsciente por mi parte, y también el momento en el que Tom
profirió un terrible ronquido que asustó a mi visitante y le hizo alejarse lo
suficiente como para mirarme a los ojos con un poco de miedo.
Y cuando me miró,
fue como ver el cielo de un vistazo eterno, como recorrer el firmamento en un
segundo y sentir la pequeñez que pesa. El pelo, negro azabache, se peinaba a
voluntad y enmarcaba un rostro de facciones definidas por unos labios carnosos
y unos ojos que no podía sostener. Quise besarle como nunca había besado a
nadie, pero volvió a ser él quien se adelantó de una manera inesperada: sacó
una nota pulcramente doblada de su bolsillo, la puso en mi mano deteniéndose en
cada roce, me dio un beso fugaz en la mejilla…y se fue.
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