El encuentro tras el ocaso



Pasadas las horas muertas mirando el trozo de papel carcomido por el tiempo con detenimiento, llegué a la conclusión de que nada malo podía venir a mí de aquel modo, pues Tom era todo lo que tenía y estaba a buen recaudo en la misma habitación en la que le había atisbado horas atrás. Supongo que perdí la noción del tiempo porque cuando miré por la ventana era ya día, aunque la luz poco se diferenciaba de la de la noche por las nubes que parecían que no se irían nunca.
Cogí el maldito objeto de mi desidia y estuve a punto de abrirlo sin más, sin darle importancia, pero la fragancia de aquel hombre misterioso me volvió a embriagar, me impregnó las manos y se quedó revoloteando en el ambiente, poniéndome el escenario de mi corta obra de teatro mustia de una mañana de viernes sin nada de especial. Al abrirlo una letra sin cuidado alguno y poco legible que rezaba una calle y un número que nunca había oído y que dudo que fueran correctas o que se encontrasen en Londres siquiera. Abajo del papel y viéndose que se había escrito en el último momento, como algo que había venido a la mente del escritor justo antes de que le robasen su manuscrito, observé que se indicaba Oxford Street sin más y una esquina que reconocí por su afamada taberna.
Recaí también que señalaba “a partir del ocaso”, lo cual me resultó lo más difuso de toda la nota si es que algo de verdad tenía sentido en todo aquello.
                Deambulé el resto del día sin prestar mucha atención a lo que hacía, dejando aquí y allá alguna que otra taza de té sin terminar o libros abiertos por una página al azar. Me dominaba la curiosidad y Tom lo apreciaba, pero en su solidez no quiso perturbar mis vuelos, y me dejó soñar despierta las veces que mantuve con él conversaciones fugaces y efímeras desde que se levantó de su letargo hasta mi partida. Llegado el momento me tomé mi tiempo para acicalarme sólo lo justo: no era de la clase de mujeres que llevan el pelo recogido tan tenso e incómodo como los corsés, yo era más bien un alma libre, dejaba mi pelo a merced del viento y poco me importaba si algún que otro hombre descaradamente observaba mi camisa sin acabar de abotonar o una ropa interior más decorada de lo habitual.
Cogí la falda de color rojo sangre en honor al pañuelo de mi misterioso visitante, la camisa blanca de Tom milimétricamente almidonada, una chaqueta y mi sombrero favorito, y salí de nuestra casa sin preocuparme mucho de si se cerraba bien la puerta o de si alguien iba a necesitar de mí en las próximas horas. Sí es cierto que salí a una hora pasada el ocaso y cuando se acercaba más a la medianoche que a al día que había corrido, y paseé sin miedo hasta llegar a la calle, que se hallaba desierta a excepción de por los borrachos que volvían en busca de sus mujeres dando tumbos.
Anduve por la calle sin detenerme en ningún lado en especial, con la suerte o la desdicha de que no sabía ni lo que buscaba ni qué hacía allí. Por un segundo y en esos pasos que ya había mecanizado, retomé un poco la cordura y me dije a mí misma que estaba loca si creía que de todo esto iba a salir algo bueno o siquiera decente, aunque, como siempre, ese estado no duró mucho y retomé mis aletargados pasos con más decisión que antes. Y en esa decisión atisbé a lo lejos un carruaje aparcado en frente de la esquina que yo había reconocido, del cual salió un mayordomo muy bien arreglado.

                -¿Una taza de té, señorita Andrews?-dijo el hombre con total convencimiento.

Respondí un no aturdida por el hecho de que aquel hombre supiera mi nombre, y me subí al carruaje, donde me siguió el hombre con una sonrisa en la cara. Fue allí y durante un camino que se me hizo eterno, cuando empecé a apreciar los matices de aquel hombre que se sentaba frente a mí: las canas inundaban su cabellera dejando ver un magnífico pelo rubio de antaño, penetrantes ojos grises espejos de alguna tristeza que supuse era demasiado profunda, sonreía por inercia pero , cuando tuvo un descuido, pude ver un semblante serio y perturbado. El traje que me había parecido de lo más normal, sin embargo, iba ribeteada en hilo de plata con el mismo símbolo repetido aquí y allá.
Poco a poco salí de mi aturdimiento por el barullo de sensaciones y emociones que se amontonaban en mi cabeza, zumbidos incesantes de mi desajuste intrínseco, y fue en ese despertar que recaí en que llevabamos un rato parados en medio de la nada y con un gran caserón en frente. 
El mayordomo me ayudó a bajar, aunque fue más una concesión mia hacia su honra que un ayuda real. Y cuando salí de la oscuridad, una enorme escalera flanqueada con candiles y engalanada para la ocasión, me sorprendió y me engulló de golpe. 

El hombre de la carta, mi mensajero y pecado, me esperaba en la puerta, impertérrito y majestuoso, con un traje elegante y sin pañuelo, como esperando que le devolviese lo que era suyo, cosa que no tenía intención de hacer, porque sólo le había concedido un pequeño punto en nuestra batalla.

                -Querida, confiaba en que vendrías pero tenía una duda existencial sobre el pañuelo, pero veo que me has concedido la mayor de las provocaciones. Siempre he alabado eso en una mujer. Quizás el punto que me habías concedido, te lo has ganado a pulso.

No me inquietó que supiera de mi, que me conociera ya bien, pero me asustó su sonrisa, esa que, al entrar en la casa, creía que no vería, pero que un espejo traicionó.

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